La situación de los refugiados en el mundo es insostenible. Los sucesivos desplazamientos los exponen a condiciones de vida deficientes, donde los centros de residencia son muchas veces insalubres y por debajo de los estándares mínimos. Asimismo, en esos traslados, numerosas familias son separadas y los niños quedan expuestos a la explotación y el abuso con múltiples consecuencias para su desarrollo a largo plazo. Pese a que la permanencia en un campo de refugiados debiera ser temporal, los trámites para solicitar asilo pueden demorar años, perpetuando así su estadía junto a miles de personas.
Es preciso reconocer que existen 25,9 millones de refugiados según el último anuario estadístico del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR); esto quiere decir que estas millones de personas se ven obligadas a huir por persecuciones o conflictos armados que generan tal nivel de peligrosidad que deben solicitar asilo en otros países.
Negarles el asilo podría provocar que sus vidas y libertades se vean amenazadas; por lo cual esta decisión no pertenece a los Estados particulares, sino que su protección está asegurada por el Derecho Internacional; tal como lo establece la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados del año 1951 y su protocolo del año 1967. En ella, se introduce el principio de la no expulsión o devolución, el cual compromete a los Estados a no poner en modo alguno a un refugiado en las fronteras de los territorios donde su vida o su libertad peligren por causa de su raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social, o de sus opiniones políticas.
No obstante, el contexto actual podría estar obstaculizando que los refugiados gocen de todos sus derechos. Desde el momento en el cual la Organización Mundial de la Salud (OMS) clasificó como pandemia al virus COVID 19, los Estados han adoptado una serie de recomendaciones provenientes de esta organización tales como: ampliar los mecanismos de respuesta a emergencias; informar a la población acerca de los riesgos y los modos de protegerse; rastrear los casos de contagio a fin de aislarlos a ellos y a sus contactos cercanos y; preparar los hospitales y a los trabajadores sanitarios.
Estas medidas responden a la inexistencia de una cura hasta el momento, y si bien en un principio tenían el foco puesto en aislar a aquellos que pudieran presentar contagio, bastaron pocos días para descubrir que el virus se propaga de manera mucho más veloz que los test y que el objetivo debía ser lograr el distanciamiento social de toda la población dentro de los países afectados.
En esta situación excepcional es que aparecen los refugiados con dificultades adicionales a las precedentes, principalmente por los cierres de fronteras y el otorgamiento de asilo, así como en cuanto a las condiciones de esos alojamientos y su cruce con el derecho a la salud, que –dadas las recomendaciones brindadas por la OMS— correspondería al derecho a la higiene personal y el distanciamiento social necesario para afrontar la pandemia en circunstancias de igualdad.
Dificultades adicionales
Al comienzo de la pandemia, según ACNUR, al menos 188 países habían tomado medidas que restringían el movimiento orientadas a controlar la entrada al territorio de un Estado o bien a controlar el movimiento dentro de ese territorio. En la actualidad –tras cinco meses de iniciada—, son 150 aquellos que imponen restricciones relacionadas al COVID-19 con cierres de fronteras parciales, suspensiones de vuelos internacionales y visas, y solicitud de documentos de salud adicionales para cruzar la frontera. De ellos, aún son 75 los países donde el acceso al territorio se encuentra denegado incluso para solicitantes de asilo que cuentan con la protección del Derecho Internacional.
El inconveniente recae en que el sistema de salud a nivel global se encuentra en una situación donde los insumos sanitarios y el personal corren el riesgo de colapsar, lo cual asusta a los Estados y los lleva a interrumpir los servicios públicos para refugiados y muchos programas de acogida humanitaria, repatriación y restablecimiento.
La problemática es de carácter global y este tipo de medidas se replican en todos los continentes. El caso europeo es de relevancia dada la magnitud de refugiados que intentan ingresar al continente a través del mediterráneo, muchos de los cuales sufren abusos a sus derechos humanos o mueren; siendo ejemplo de esto los miles de refugiados africanos. Incluso los controles migratorios se expanden a aquellos países de tránsito como es el caso de Libia, donde las personas intentan ser retenidas sin poder solicitar asilo en suelo europeo, a pesar que ya ha sido expuesto lo inseguro que resulta Libia para los refugiados y migrantes.
Médicos Sin Fronteras establece que la situación en el mediterráneo requiere medidas urgentes ya que las actividades de búsqueda y rescate se encuentran cada vez más restringidas e indirectamente se está condenando a esas personas a ahogarse en el mar como si sus vidas no importasen. Se destaca el caso de Italia y Malta, donde se han negado repetidas veces la asistencia a aquellos que corrían un peligro inminente de ahogarse en el mar. Además, han cerrado sus puertos a los barcos de las ONGs que transportan a las personas rescatadas.
De igual manera sucede que en países como Alemania, Chipre, Serbia, Francia y Grecia, se han llevado a cabo cuarentenas selectivas y desalojos forzosos. Con motivo de las condiciones en las cuales se encuentran los campos de refugiados –sobrepoblados—, los Estados buscan descongestionarlos, recurriendo a desalojos de personas muy vulnerables entre las cuales hay víctimas de abusos, violencia y enfermedades crónicas; a quienes se les quitan sus pertenencias y se les obliga a irse de sus albergues.
Similarmente, en el caso de Sudamérica, sucede respecto a las personas venezolanas, donde por ejemplo en Trinidad y Tobago se expulsaron al menos a 165 de ellas. Esto no sólo infringe las normas del Derecho Internacional, sino que también viene aparejado con un discurso xenófobo donde se asocia a los refugiados con la pandemia de COVID-19 reforzando la estigmatización hacia ellos. Este intento de criminalizar a estas personas las hace querer ocultarse lo cual puede derivar en que se alejen de los servicios de salud y se pongan en riesgo a ellos mismos como a la población en general.
Por otra parte, al comienzo de la pandemia, el presidente de la República de Colombia, Iván Duque, ha decretado el cierre de su frontera con Venezuela lo cual imposibilita a los venezolanos a cruzar al país vecino. Como contrapartida, para aquellos venezolanos que se encuentran en Colombia, la pandemia y la posterior crisis económica lograron perjudicar su sustento económico, que en su mayoría es de carácter informal.
De este modo, para los trabajadores que buscan sobrevivir el día a día, las preferencias se inclinan a hacer esto mismo pero en lo que llaman su casa, donde las preocupaciones se limitan a la comida, obviando impuestos y vivienda. Esta situación es extremadamente preocupante ya que obliga a estas personas a elegir y priorizar el lugar donde pueden generar dinero para obtener comida, dejando la preocupación por el virus en un segundo plano.
En el resto del mundo se replica esta dinámica: Amnistía Internacional informa que Malasia ha rechazado entre tres y cinco embarcaciones y devuelto sin el debido procedimiento a personas rohingyas refugiadas (Myanmar), a la par que lleva a cabo redadas en masa para detener a refugiados sugiriendo que son responsables de la propagación del COVID-19. Cabe destacar que las personas rohingyas en muchos casos huyen de los campos de Bangladesh (Cox´s Bazar) ya que las condiciones allí las exponen a altos riesgos de contagio debido al hacinamiento y las viviendas improvisadas, donde las letrinas y las instalaciones de agua potable son comunitarias.
Por otro lado, en el caso de los refugiados sirios – de donde proviene la mayor parte de los refugiados a nivel mundial—, las autoridades de Jordania les interrumpieron el suministro de ayuda humanitaria en el campamento de Rukban; es decir, no permiten que entre asistencia a través de su territorio ni que entre ninguna persona, ya que la prioridad es “proteger a sus ciudadanos del coronavirus”
El derecho a la salud: ¿un lujo?
Al hablar de refugiados se está haciendo alusión a aquellas personas que actualmente se encuentran desplazándose en busca de asilo; como también a aquellas que ya han podido asentarse en un territorio seguro, sin perder por esto su carácter de refugiados. Esta aclaración es pertinente para poder pensar tanto en los peligros surgidos al negarles la entrada a estas poblaciones como en aquellos provenientes del descuido y la desatención de los lugares donde se encuentran establecidos.
Por supuesto que las personas desplazadas y las comunidades de acogida están en mayor riesgo a medida que se propaga la pandemia de COVID-19, no sólo por las posibilidades de infección sino también por las medidas gubernamentales que se están llevando a cabo. La discriminación que sufren los refugiados les impide el pleno goce de sus derechos no sólo a la salud, sino también al sistema legal, a los medios de vida y a la protección; obstaculizando su bienestar general.
Quizás los efectos de la denegación de asilo y el incumplimiento del principio de no devolución sean más evidentes, ya que genera que estas personas se vean forzadas a regresar a sus países de origen donde sus vidas peligrarían o morir en el intento sin ningún tipo de contención. Pero esta no es la única amenaza que genera la pandemia de COVID-19, puesto que en muchos casos las recomendaciones de salud brindadas por la OMS –como único método de prevenir el contagio— se presentan como dificultosas o hasta imposibles; en especial el “aislamiento social” para aquellos alojamientos donde la población excede ampliamente el espacio.
Refleja esto el campamento de Moria, en la isla griega de Lesbos, donde Médicos Sin Fronteras asegura que unas 1.300 personas comparten un solo grifo de agua o el caso de Francia, donde muchas personas solicitantes de asilo, migrantes y refugiadas son obligadas a vivir en campos en pésimas condiciones o incluso en la calle.
En este punto resulta importante resaltar que el nivel de hacinamiento de estos campos implica que, ante un infectado por COVID-19, los contagios se repliquen de manera muy veloz, poniendo en peligro a toda la comunidad. Por esto es indispensable que todos los refugiados accedan a la información necesaria sobre el virus, su propagación y prevención para poder obrar en pos de su salud y la del otro. Si estas personas no son parte integral de los planes para combatir la pandemia, el riesgo aumenta para todos, puesto que –como se ha dicho en reiteradas ocasiones— el virus no discrimina.
Algunas consideraciones finales
Como primera conclusión puede verse que muchos Estados, reparando en los peligros de la pandemia, están incumpliendo sus obligaciones respecto del Derecho Internacional y los principios humanitarios. La cuestión aquí planteada va más allá del Estatuto de los Refugiados o de su protocolo, ya que el principio de no devolución está protegido por el Derecho Internacional de los Derechos Humanos, así como del derecho internacional consuetudinario, lo cual implica que es de carácter vinculante para todos los Estados.
En la misma línea, las medidas que se están tomando en el mundo dificultan el goce de los derechos de las personas refugiadas en todas las escalas. En primer lugar, muchos ven dificultada su solicitud de asilo, sus viajes de huída y la recepción de los países de acogida. Luego, para aquellos que logran llegar a un sitio seguro o ya se encuentran allí, las condiciones de vida los exponen a la pandemia en un contexto de profunda desigualdad, donde el acceso a la salud se vuelve un desafío. Y en tercer lugar, esto viene acompañado de un acrecentado estigma y campañas discriminatorias que atribuyen a los refugiados los contagios de coronavirus, dado sus sucesivos viajes y traslados.
Las distinciones entre locales y refugiados, alejan a estas últimas de su derecho a la salud y a la integridad. Por el contrario, todas las personas debieran ser incluidas en los acuerdos nacionales de vigilancia, prevención y respuesta, así como debieran acceder a las pruebas y los tratamientos correspondientes. De esta forma, y considerando que el principal objetivo es evitar la propagación del virus, se deberá proteger a refugiados y a migrantes como a la población en general.
Pese a que las crisis socioeconómicas y sanitarias se replican en todos los Estados, acrecentando sus dificultades organizativas, no puede dejarse de lado a las personas que mayor atención necesitan. Los Estados pueden no estar preparados para dar respuesta a la crisis del COVID-19; pese a eso los refugiados no pueden ser excluidos de los programas de prevención. Considerando que no todos los Estados tienen la posibilidad de acoger a estas personas, sí es responsabilidad de todos ellos el protegerlas a través de distintas providencias tales como el apoyo económico.
Se debe velar por una mejor distribución de medicamentos y suministros esenciales; un mejor acceso al agua, incrementar el saneamiento y la higiene; un fortalecimiento de la capacidad del personal de salud; mayor apoyo psicosocial; mejor comunicación y acceso a la información; y trabajar para evitar otras enfermedades no relacionadas con la pandemia. Esto pone a prueba a la humanidad para hacer frente a la vulnerabilidad de los desplazados y hacer primar la ayuda humanitaria por sobre la discriminación.