Este año ha sido de gran relevancia para la política francesa. El 10 y 24 de abril tuvieron lugar las elecciones presidenciales (primera y segunda vuelta) y el 12 y 19 de junio las legislativas, que también se llevaron a cabo en dos instancias como acostumbra a ocurrir en Francia —país donde nació el llamado ballotage—.
El crecimiento de los radicalismos de izquierdas y especialmente de derechas ha sido prolongado y constante desde finales del siglo XX, acelerándose en la década de 2010 y provocando poco a poco un fenómeno de polarización notorio en los últimos dos balotajes presidenciales. Así, la mayoría de las facciones del espectro político francés, aún por encima de sus diferencias ideológicas, aunaron fuerzas para frenar el ascenso de ultraderechista Marine Le Pen a la presidencia. En esta última oportunidad por un margen que si bien otorgó un segundo mandato al presidente Emmanuel Macron, es mucho más reducido que hace cinco años.
El alto nivel de abstención en las presidenciales, que representó un 27% en promedio entre ambas vueltas —lejos del 41,55% de 2002, pero 4,1% más que en 2017—, el debilitamiento de las fuerzas políticas tradicionales y el fortalecimiento de las extremas derechas son signos de la falta de confianza y del descontento que tiene el pueblo francés ya no sólo con el gobierno de turno, sino para con sus instituciones y liderazgos políticos (crisis de representatividad). A ello se agrega una alta tensión social y sindical, que vimos manifiesta durante el primer gobierno de Macron con el movimiento de los «chalecos amarillos», y la fragmentación de un sistema político atomizado per se en la medida en que surgen, a cada elección, nuevos espacios de expresión ideológica y programática.
Hoy las crisis padecidas tanto por el neo-gaullismo como por el Partido Socialista, que hasta 2017 fueron prácticamente las únicas corrientes políticas que gobernaron desde la instauración de la V República Francesa con la reforma constitucional impulsada por Charles de Gaulle en 1958, parecen marcar el camino hacia una nueva era de la institucionalidad gala. Los Republicanos, partido de los ex mandatarios Jacques Chirac y Nicolás Sarkozy, alcanzaron un magro 4,78%, y los socialistas, que supieron alcanzar la presidencia con François Mitterrand y François Hollande, apenas conquistaron el 1,75 % del total de votos válidos. Ninguna de estas fuerzas alcanzó el umbral que exige la ley electoral francesa para recuperar la inversión de campaña, por lo que su supervivencia se halla comprometida y con ello la defensa de la V República frente a quienes pugnan por un reordenamiento institucional.

Los presidentes franceses durante la V República. Abajo, de derecha a izquierda: Charles de Gaulle, George Pompidou, Valéry Giscard d´Estaing, François Mitterrand. Arriba, de derecha a izquierda: Jacques Chirac, Nicolás Sarkozy, François Hollande, Emmanuel Macron (en el cargo). A excepción de Giscard d´Estaing y Macron todos fueron gaullistas o socialistas.
Fuente: La Voz de Cádiz
Nuevamente la falta de alianzas que garantizaran su unidad en los comicios impidió que la izquierda llegase al balotaje. Se trata de la única estrategia que permitió a socialistas y comunistas alcanzar la presidencia con Mitterrand en 1981 y a Hollande hacer lo propio en 2012 acordando con el Partido Radical de Izquierda.
Me pregunto que podría haber ocurrido en caso que el Partido Socialista apoyase la candidatura del líder de Francia Insumisa, el renovador Jean-Luc Mélenchon (como sí lo hizo para las legislativas), que quedó fuera de la «segunda vuelta» por un margen apenas superior al 1% que le distanció de Le Pen el pasado 10 de abril. No obstante, entiendo que hay diferencias ideológicas importantes entre los socialistas y Francia Insumisa. Algunos puntos del programa de Mélenchon son duramente rechazados por la izquierda tradicional, que ve en su liderazgo una marcada tendencia populista y anti-sistema.
Creo que a cierto punto Francia Insumisa también representa el descreimiento de los franceses en sus instituciones tanto como la propia Le Pen y el ultra-derechista Éric Zemmour, candidato de Reconquista. Mélenchon sostuvo durante la campaña de abril una plataforma ideológica y programática que acepta la presencia de la extrema izquierda en su seno y que llega a mostrarse tan anti-liberal (en el sentido filosófico del término), euroescéptica y antiglobalista como la Agrupación Nacional (ex Frente Nacional), rechazando el multilateralismo y proponiendo una revisión de la Constitución que acabe con el modelo de actual —al que considera una “monarquía presidencial”—, instaurando una VI República Francesa. Puntos programáticos que a mi juicio socavan la larga tradición pro unidad de Europa iniciada por Robert Schuman y el propio De Gaulle entre las décadas de 1940 y 1960 y luego continuada por Giscard d’Estaing, Mitterrand, Chirac y ahora también por el centrismo ideológico de Macron.
Cabe agregar que Mélenchon también se ha visto envuelto, desde hace años, en una seguidilla de declaraciones que le valieron ser acusado de antisemita.
Observando este panorama de cuestionamiento a la estructura institucional, no me resultaría extraño si en poco tiempo asistimos a una reforma constitucional que dé fin a la segunda vigencia más extendida en el tiempo que ha tenido una Carta Magna en la historia del republicanismo francés. Y no lo veo necesariamente como algo negativo siempre que sea para sostener la democracia. Pero… ¿acaso será posible si continúan creciendo los radicalismos a uno y otro lado del reelecto Macron? ¿Será posible sin la experiencia ni el aporte de las fuerzas políticas que garantizaron esa democracia durante los últimos sesenta años?.
Portada: © Bob Edme / Associated Press