A finales de junio de 2022, Lisboa será sede de la Segunda Conferencia sobre los Océanos, co-patrocinada por Portugal y Kenia. El evento buscará reunir a representantes mundiales, empresarios y miembros de la sociedad civil con la finalidad de poner en marcha un conjunto de acciones que permitan salvaguardar el recurso hídrico y toda la compleja red de beneficios que este brinda: desde los recursos alimenticios hasta su capacidad energética puesta en valor con el transcurso del tiempo.
Este evento permite traer consigo una pregunta que cae de madura: ¿Qué impacto tienen los discursos, políticos o “no políticos”, dentro del siempre agravante deterioro ambiental? Ciertamente, no se puede negar su impacto reflexivo. Si algo han demostrado las múltiples reuniones internacionales que buscan dar cuenta de la problemática ambiental es la eficiente capacidad de los expositores de esbozar miradas reflexivas y, en cierta forma, autocríticas respecto al futuro que deviene al acelerado ritmo divergente entre el ambiente y sus captores. El impacto de estas reflexiones se condensa en firmas de compromisos, fotos protocolares y la esperanza de un mundo ambientalmente mejor.
Sin embargo, al impacto eficiente de la reflexión se contrapone el impacto ineficiente de la acción, específicamente de la acción política. No hablo de una inacción, al contrario, reconozco un conjunto de acciones aunque ineficientes. En una ocasión anterior, he reflexionado sobre lo ocurrido en la COP 26 respecto al tema del cuidado y preservación de los bosques, uno de los agentes involucrados en la desaceleración del cambio climático.
El cuidado de los recursos arbóreos era imprescindible para los objetivos ambientales planteados, siempre y cuando no se deje de lado la complejidad de dicho cuidado: una red de tala de árboles casi institucionalizada, la integración de actividades productivas con los bosques, los precios de leña y carbón en el mercado, la corrupción de las autoridades forestales, leyes que promueven la deforestación, entre otros más.
La suscripción de un compromiso que garantice el cuidado de dichos recursos no tuvo su correlato en la dinámica política o social de algunos países latinoamericanos. La creación o derogación de determinadas leyes que desfavorecen el cuidado de los bosques es una agenda pendiente o, mejor dicho, letra muerta en países como Brasil, Colombia y Perú.
Ahora bien, si trasladamos el análisis de la situación del recurso arbóreo al hídrico, ¿habría diferencias? Temo que no. Actualmente, como señalan las Naciones Unidas, “existe un deterioro continuo de las aguas costeras debido a la contaminación y a la acidificación de los océanos que está teniendo un efecto adverso sobre el funcionamiento de los ecosistemas y la biodiversidad”.
En este punto cabe recordar que en el mercado mundial el valor de los recursos marinos representa alrededor del 5% del PIB. Asimismo, la pesca marina permite el empleo directo o indirecto de más de 200 millones de personas. En ese sentido, la protección del recurso hídrico es de suma importancia y su preservación una urgencia latente. No por poco se trata de uno de los Objetivos de Desarrollo Sostenible.
Tal es el caso del proyecto Mikoko Pamoja que busca la conservación y restauración de bosques de manglares en Kenia, los cuales son cruciales porque son ecosistemas donde los peces se reproducen y de los que dependen comunidades y pueblos costeros cercanos. Si bien se puede considerar al referido proyecto como un caso exitoso de conservación del recurso hídrico y sus derivados, basta con dar la vuelta al mundo para toparse con otra realidad.
El 15 de enero del 2022, producto de las operaciones de la empresa Repsol, se derramaron más de 11 mil barriles de petróleo en el litoral peruano afectando a un número importante de animales, dos áreas naturales protegidas y a cerca de 15 mil personas que laboraban en actividades vinculadas al mar. Hasta la fecha no hay signos o fallos suficientes que hayan remediado lo que ha sido catalogado como uno de los mayores desastres ecológicos en Perú.
Entonces es válido cuestionarse por qué la acción política tiende a la ineficiencia cuando se trata de confrontar la problemática ambiental que no es nueva ni ajena. Quizá la figura del “captor” a la que hice alusión líneas arriba sea una oportuna razón. Y es que, sin duda, la política —es decir, aquello que involucra lo social, lo cultural, lo económico y, claro está, lo ambiental, además de otras esferas— se halla captada por estructuras mercantiles que han tenido y tienen aún notable presencia e influencia en las decisiones que encaminan a los países.
Desde esta perspectiva personal, el impacto ineficiente de la acción política en la problemática ambiental es resultado de la concatenación de estructuras mercantiles férreas y no necesariamente inclusivas con el tema ambiental. Éstas, en complicidad con agentes gubernamentales, han esbozado la reflexión y el camino de solución de la problemática ambiental, como es el caso del cuidado de los océanos y mares, pero no concretado en acciones eficientes o, finalmente, sostenibles.
Un elemento significativo de ello se encuentra en la experiencia latinoamericana. Una estructura mercantil férrea y con margen de ganancia significativo, además de imprescindible para los gobiernos de la región, ha sido la actividad minera. Esta actividad regularmente se ha visto involucrada en problemas ambientales, específicamente en la contaminación de las aguas, sin desmerecer aquellos problemas sociales que le subyacen.
En ese sentido, una de las iniciativas empresariales, pero también gubernamentales, fue la gestación o potenciación de los departamentos de responsabilidad social. Estos departamentos se constituyeron como espacios de gestión que permiten la coherencia entre el crecimiento económico, la equidad social, el soporte cultural, pero también el cuidado del medio ambiente. Se trata, pues, de una acción que debería inclinarse a la eficiencia; sin embargo, no termina siendo así.
En primer lugar, este tipo de acciones no han permitido la disminución de conflictos socioambientales presentados en la región a causa de la contaminación de las aguas por actividades mineras. Se pueden recordar los casos de Eco Oro en Colombia, Codelco en Chile, Conga en Perú, Río Blanco en Ecuador, entre otros más que han devenido a épocas más actuales.
En segundo lugar, no existe una intervención adecuada de los gobiernos en esta problemática debido a la inoperatividad de leyes dispersas y cómplices, o por el amenazante declive de la inversión empresarial como consecuencia de una potencial injerencia. En esta encrucijada toma gran relevancia la sociedad civil, tal y como ha sucedido en los casos citados anteriormente, aunque mientras tanto el recurso hídrico sigue siendo afectado.
En este último punto, es imprescindible subrayar que la concatenación entre el Estado y la empresa privada —actores relevantes en estas discusiones mundiales por el poder inmediato que concentran— debería crear y consolidar estrategias de acción amparadas en la cotidianidad de la sociedad civil en relación con su medio, como viene sucediendo con el caso de Kenia o Portugal.
Al mismo tiempo también resulta necesario que pongan a operar eficientemente las acciones o iniciativas ya desplegadas tanto en áreas de gestión empresarial como en los marcos normativos estatales. No se trata de utilizar estos espacios de discusión internacional únicamente como fuentes de reflexión y propuestas, sino como potenciadores de principios ya entendidos de manera global: el sostenimiento y cuidado de los recursos naturales en el desarrollo y crecimiento económico de las diferentes latitudes, en ese orden.